Desde los albores de la humanidad, las montañas siempre han atraído irresistiblemente al hombre. Este ha conferido a muchísimos cerros un carácter sagrado, como si la divinidad morase en sus laderas y todo lo que sucediese en su entorno se sublimase... Baste con recordar: el monte Kailash en Tíbet, el bíblico monte Sinaí en Egipto, el Pico de Adán en Sri Lanka, la Torre del Diablo en Wyoming, el Uluru australiano, la montaña de Tindaya de Fuerteventura, Montaña de Sorte en Venezuela, el Ol Doinyo Lengai de Tanzania, el Fuji de Japón, el monte Olimpo en Grecia o el Ararat en Turquía... Pareciera como si aquello que sucede en las faldas de una sierra o en sus cimas fuese más puro, más grandioso, esforzado y meritorio.
La caza es algo consustancial a la persona que permite al individuo desarrollarse y cumplir con su naturaleza carnívora y predadora. Esta actividad puede realizarse en múltiples entornos y de las más variadas formas, todas ellas válidas y apasionantes. Ahora bien, para el común de los cazadores ninguna modalidad es más sugerente que la que se realiza a rececho en las inclinadas laderas de una cordillera, acaso por el carácter sacrosanto que históricamente hemos dado a las montañas o tal vez por el indudable esfuerzo necesario para su práctica. En esta vida, todo lo obtenido con empeño tiene mucha más importancia que aquello que te es regalado, y perseguir a tu presa por las cuestas de un cerro es, sin duda, una tarea ardua y afanosa.
Ignacio Ruiz-Gallardón García de la Rasilla
Presidente de la Cofradía Culminum Magister